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RINCÓN POLIGLOTA

Leer En Los Cavernicolas

sábado, 23 de mayo de 2015

DE LAS DULCES Y AMARGAS DEFINICIONES DEL AMOR….
 Por Juan V Gutiérrez Magallanes


Es una inclinación o tendencia íntima y recóndita que puede constituirse en el núcleo de un triángulo donde para el caso que tratamos, sus vértices, están constituidos por María (madre de Jesucristo), Madre y Maestra.


El Amor como inclinación guarda en su esencia el bien que se quiere  para lo amado, «cuando se ama se da  todo  de sí, sin restricción de ninguna clase».
El Amor como manifestación de bien, el que debe llegar a otro ser, se aprende, como las manifestaciones requeridas para la convivencia en una  comunidad. 

Así como aprendemos amar de igual manera odiamos.
En este aprendizaje, está inmersa la acción de María hacia su hijo Jesús, desborda todo su amor por el bien de su primogénito, amor que le da fortaleza para soportar su ausencia y sobrellevar una vida de tolerancia. Ante la misión de Jesús, por ese amor, adquiere la fuerza para no desgarrar su corazón ante la crucifixión de su hijo.
Se va entonces colmando un libro del amor que se escribe a través de las vivencias e interrelación entre la Maestra y sus discípulos, su hacer se hace liberador de palabras, deshojándolos de la tiranía, para dejarlos libres de todo prejuicio en que la sociedad los envuelve.
La  Maestra afirmada en su esencia liberadora, es integra, por esa tendencia amorosa hacia los seres a los que entrega su enseñanza.
Comparto la firme posición de aquellos que declaran que el amor se aprende, que tiene íntima relación con el trato, con el  calor humano que cataliza nobles acciones. 
A través del amor se van desarrollando fibras que inhiben el odio y facilita la comprensión humana, situación que trasciende a los demás seres de la naturaleza.
Fundamentado en esta vivencia, podemos acoger lo expuesto por *Leo Buscaglia: «La única palabra lo suficientemente amplia que abarca la palabra amor es vida. El amor es vida en todos sus aspectos  y, si os olvidáis del amor, os olvidáis de la vida». Lo que no debe hacerse nunca.
El buen maestro enseña a través del amor, y esa Clase de  Amor algunas veces se llama Intelectual, búsqueda  que hace el profesor para enriquecer el intelecto, o el interés por volcarse de manera íntegra en su trabajo.
La inclinación del maestro por conmover a sus alumnos a través de las clases, implica, amor, porque no solamente da un conocimiento, sino que va más allá para calar en la formación de sus discípulos, la historia  muestra ejemplos de maestros que labraron el alma de sus alumnos: Sócrates hacia Platón, y éste hacia Aristóteles, y Aristóteles hacia Alejandro Magno, igual fue Andrés Rodríguez con respecto a Bolívar, algo muy parecido pasó con los estudiantes del gran Liceo de Bolívar: Quedamos cincelados por la pedagogía empleada por aquellos maestros.
Con respecto a las Madres, el amor materno tiene correspondencia con el de María, la madre de Cristo. El amor maternal es sublime. Fundamentado en las relaciones de afecto entre madre e hijo.
Me atrevo a decir que no  tanto es el engendrar, sino  el establecer las relaciones de tipo espiritual y material entre hijo y  madre.
El amor maternal es un sentimiento con características  «teo fílicas», es decir, relacionado con el amor de Dios, su explicación queda en no encontrar una razón que satisfaga por qué se quiere a las madres, pues por más que se argumente,  quedamos cortos en la búsqueda de razones, pues ese amor es infinito.
Definitivamente el eslabón que une a María- Madre y Maestra es el Amor.  Es en ese nódulo, donde se brindan grandes afectos, no se  mira sino con los ojos del alma, con  la estructura más íntima del ser.
Sartre habla del amor Físico, Maternal  e Intelectual.
Al hablar del amor Físico, tocamos lo referente a la satisfacción física,  la inclinación que sentimos por otra persona y tiene como finalidad el acto sexual.
A este amor cantan los poetas de muchas maneras:
«Para los poetas de la canción el amor tiene definiciones que fluctúan entre lo dulce y lo amargo con un intermedio inevitable de agridulce».
Para Agustín Lara, una definición agridulce: «...llorar con amargo llanto, que es grito y es canto, así es el amor» (Qué es Amor). Y en esta misma canción lo llama «tormento divino, dolor y placer».
Miguel Matamoros, lo define como: «Fiel surtidor de místicos pesares» (Juramento). Otras veces se llega a definiciones tortuosas del Amor, tal como lo hace Farrés, en la canción «Toda una vida» donde expresa que el amor es  ansiedad, angustia , desesperación;  Y se llega a particularizar el amor: «su amor es como un grito que llevo aquí en mi  sangre y aquí en mi corazón, que produce dulces inquietudes  y amargos desencantos». (José Antonio Zorrilla).
Otros desgarran el amor y dicen como Dalmar: «Amor se escribe con llanto».
El Amor también se compara con la fuerza de la naturaleza. Rubén Fuentes en su canción Incontenible dice que, «Es como la tempestad, como el fuego del sol, es como un huracán». Y en esa fuerza el amor también es «Ave pasajera que se anida y entorpece el pensamiento».
Como lo describe Alfonso Esparza  en «No vuelvo Amar».
Y ese amor se tira al azar, como Pedro Flores en su canción Amor Perdido: «Fue un juego y yo perdí, ésa es mi suerte / Y pago porque soy buen jugador…».
Y se llega a la sublimidad en el mismo Flores, cuando deja escapar en su poema Obsesión: «Amor es un algo sin nombre, amor es la copa divina» …«Amor es el milagro de la vida, la única magnífica ilusión…»
Flores trasciende en su descripción sobre el amor: «Cuando tú sientes amor verás  de color rosa  los colores, habrá miel en todos los sabores».
El Amor también se eterniza. «Hasta la eternidad te seguirá mi amor». Darío Jaramillo Agudelo.
Por  eso trasciende, y muy a pesar de esta connotación jamás llegará a superar al amor establecido como núcleo triangular de Madre-María y Maestra. 
Bibliografía: «La Poesía en la Canción Popular Latinoamericana: Darío Jaramillo Agudelo»
                                                             



lunes, 18 de mayo de 2015

La clave para una sana convivencia
LA AUTORREGULACIÓN DE LA CONDUCTA: PRINCIPIO RECTOR
Por Rafael E Yepes Blanquicett

En las sociedades democráticas liberales, el principio de la autorregulación de la conducta es la clave ideal para lograr una sana convivencia pacífica en todos los niveles de la colectividad. Por el contrario, en las sociedades totalitarias, de derecha o de izquierda, la clave es el control y la regulación de todas las actividades individuales y grupales por parte del Estado. Ejemplo de ello, lo encontramos en todos los países del mundo, desde la Antigüedad Clásica Grecorromana hasta nuestros días.   
La autorregulación, bien entendida y practicada, permite que el Estado invierta menos recursos en control y seguridad y mucho más en el desarrollo individual y colectivo de los asociados, sobre todo, en los servicios de salud, educación, empleo y vivienda, entre otros. El ideal de la teoría económica clásica es reducir el papel del Estado a su más mínima expresión, de manera que éste se convierta en una especie de «árbitro» de las relaciones sociales entre los individuos, guiados por el principio de la autorregulación de la conducta.  
Lo mismo se plantea en la teoría marxista revolucionaria, pero de manera más radical, instaurando primero la «dictadura del proletariado» en la etapa socialista, para, luego, al pasar a la fase comunista, disminuir gradualmente el poder del Estado hasta su extinción total, una vez desaparezcan las barreras sociales y económicas «heredadas» del capitalismo, autorregulándose los individuos sin la intervención del Estado protector.  
En ninguno de los dos casos, se ha cumplido a cabalidad este «principio rector», pues, por un lado, la mayoría de los Estados socialistas se han derrumbado estrepitosamente y, por el otro, los países capitalistas democráticos que más se han acercado al ideal de la autorregulación son los Estados de los países nórdicos de Europa, tales como Holanda, Suiza, Bélgica, Suecia, Noruega y Finlandia, de quien, éste último, el Gobierno Nacional pretende ahora copiar su modelo educativo.

sábado, 16 de mayo de 2015

Dos Poemas Inéditos de José Ramón Mercado*

                                        


ODA A JORGE GARCIA USTA

                                            «También se muere el mar»
                                                                            Federico García Lorca

I

No nos veíamos en la ciudad antigua
De pura jaiba nos encontrábamos
A veces
Sabía que andaba ganándose el pan
Duro
Con la gota de tinta clara
Y la hoja de papel en blanco
Haber sabido la sentencia a tiempo
-De su muerte-
Hubiera sido mejor el tono y la luz
El hilo de la voz que respiraba la herida

II

La ciudad de aire envejecido y señas
Mustias
Y de soles insepultos
Se prestaba para algunos sueños
Y otros vinos
Ambos andábamos por otros caminos
-La vida es así-
Él debe andar ahora por otras regiones
Inasibles
No he vuelto a verlo con su talega de lona
Llena de poesía y sana prudencia
De humos claros como sueños
Doblando las esquinas de la ciudad
Que amaba

III

De él nos queda su alma clara y la poesía
Así como la luz amada y el Rocío perenne
Su voz anclada iluminada en el tiempo

Cartagena, 25 de diciembre de 2010
        


ELEGÍA A DON JORGE GARCÍA USTA

«Jorge García Usta, era de Ciénaga de Oro.
 Ahora es del mundo y de todos»
                                                                            J. R. M



                                        


I

La ciudad quedó muda de su palabra viajera
Las calles antiguas  el horizonte de pájaros
Siempre iba de prisa  su palabra nueva
La barba elocuente y la sonrisa leve
Los espejuelos dementes  quemados
Y su bolsa de tela cruda
Sus pasos en la acera de piedra cortada
Y los pertrechos diarios
El sudor de la frente atardecida
La hoja de papel en blanco
Y el poema en vilo

II

No sabía la sentencia del tiempo
El hilo de la voz  la tarde farragosa
La respiración del mar de fondo
Nada se pudo entre la utilería
De los hospitales de tierra y mar
Entre enfermos moribundos
Y praderas de algodón y lluvias
De remedios de última gama

III

La ciudad cosecha aún su aire envejecido
Los sueños ahorcados
Los vinos nocturnos  las palabras muertas
La poesía en los légamos del mundo errante
La fatiga de los días presurosos  inseguros
Las talanqueras de los sueños truncados
El poema impreciso  el humo de las tardes
Las ciénagas de oro  el monte adentro
Otras orillas  el humor cruzando los semáforos
El rumor de la poesía el rocío de otros  labios
Los ojales de las camisas a cuadros informales
La voz anclada en los cinematógrafos
Y el caudal iluminado del tiempo que huye


*Uno de los poetas más consagrados del Caribe
 colombiano y ampliamente reconocido del país.

martes, 12 de mayo de 2015

LA GÉNESIS DE LA CHAMPETA: AFRICANA Y CRIOLLA
Versión local, sin trascendencia nacional o internacional 
«La música es la oración muda del alma, muda porque no tiene palabras; hay más alma en el sonido que en el pensamiento».  León Tolstoi
 Por Rafael E Yepes Blanquicett

Viviano Torres y Anne Zwing, Precursores de la Champeta
Al contrario de lo que sucedió con la salsa, el origen, el desarrollo y la evolución de la champeta criolla tiene características muy diferentes a las del ritmo antillano que se difundió por el mundo a comienzos de los años sesenta, pues, dadas sus particularidades, todavía no ha alcanzado la fama ni el esplendor de la «salsa brava» que nació en el seno de la comunidad latina residentes en Nueva York y que hoy llamamos «salsa brava o picotera».   
En el caso de la champeta, ésta se formó a partir de la música negra africana subsahariana que llegó de manera clandestina a nuestra ciudad a mediados de los años setenta, mercancía que era traída de contrabando en buques extranjeros que atracaban en el puerto de Cartagena, la cual fue «bautizada» popularmente como champeta africana o «la propia champeta» para diferenciarla de la champeta criolla originada posteriormente en nuestro suelo. 
La «mercancía», que consistía en discos de acetato «Long Plays» (L. P.) o de «Larga Duración» (L. D.), era para los dueños de los «picós» que amenizaban los bailes populares de la época, cuando todavía no eran las monstruosas máquinas de ruido, sino unos pequeños equipos de sonido domésticos que servían tanto para los bailes familiares y de «cuotas» como para los de «casetas». 
Una vez arraigado en Cartagena, este ritmo africano se diseminó por toda la Costa Atlántica, de preferencia en los barrios de estratos bajos, en donde las riñas y trifulcas entre las primeras pandillas de la época ya no eran «a mano limpia» como antaño, sino con grandes cuchillos de cocina o «machetillas» llamados «champetas». 
Imagen del desaparecido Festival de Música del Caribe
A partir de allí, se les dio el calificativo de champetúos a los protagonistas de esas peleas y a los asistentes a los bailes de casetas, denominándose champeta africana a ese pegajoso ritmo procedente de varios países de África Central y del Sur, tales como El Congo, Zaire, Zimbabue, Mozambique y Suráfrica. 
Con el tiempo, la palabra champetúo adquirió los significados de «plebe», «vulgar», «inculto» o «de malos modales», con  los que discriminaron y aún siguen discriminando, a quienes cultivan la sabrosa champeta que se disfruta en bailes de casetas populares o «verbenas» de pueblos y ciudades de la Costa. 
A diferencia de la champeta criolla, nacida en la  otra Cartagena, la de los pobres, la letra de las canciones de la champeta africana se caracteriza por tener un profundo contenido místico y social, reflejando creencias religiosas, problemas sociales, políticos y económicos del diario vivir, además de que sus intérpretes son músicos con estudios académicos, provenientes, muchos de ellos de barriadas pobres y segregadas de los países africanos. 
Para mencionar, he aquí algunos nombres de los intérpretes más representativos de este género musical nacido en las entrañas del África Negra, que puso a gozar a cartageneros y costeños, en general, durante los maravillosos años 70’s y 80’s del siglo pasado: Diblo Dibala, Sam Mangwana, Kanda Bongo Man, Mbilia Bel y Miriam Makeba, entre otros. 
Cantada en inglés o francés, o en sus propios idiomas, y 
El Mono Escobar, Organizador del Festival de Musica del Caribe
en forma combinada, la champeta africana es un producto cultural bien elaborado, cuya expresividad artística y elegancia estética es innegable y nada tiene que envidiarle a otros ritmos del mundo, a tal punto que ha sido bien recibida en Europa, Estados Unidos, parte de Asia y, por supuesto, en América Latina.  
Uno de los eventos musicales que le dio «estatus social» a la champeta en nuestro medio, fue el inolvidable «Festival de Música del Caribe», que desde su primera versión en 1982 hasta la última en 1996, enalteció la música de «Mamma África», elevándola a la categoría de «música culta» al ser aceptada en los clubes sociales más exclusivos del país caribe y andino, todo, por el esnobismo de escuchar y bailar la popular champeta africana.  
Por su parte, la champeta criolla, no obstante haber salido de las entrañas mismas de la champeta africana, no tuvo ni ha tenido el desenlace de su predecesora, pues, para empezar, ha sido cultivada por un grupo de músicos, cantantes y productores de estratos bajos y medios con escasa educación formal, pero con gran talento para la música y los negocios. 
Esta circunstancia ha hecho que las letras de las canciones no tengan el profundo contenido místico-religioso-social de protesta que se manifiesta en la salsa y la champeta africana, sino que se limita a retratar situaciones superfluas de la vida cotidiana que, a pesar de rayar en la vulgaridad, son apreciadas por el público de los bailes champetúos y, por supuesto, se venden como arroz o pan caliente. 
Otra característica de este cadencioso ritmo es que la mayoría de sus intérpretes graban y cantan en vivo sobre pistas musicales de las canciones africanas más exitosas, produciéndose un resultado monótono que le quita brillo y originalidad a muchas de las melodías. Aún no se sabe de ningún grupo profesional o aficionado dedicado a grabar, de manera exclusiva, champeta criolla como los de la champeta africana. 
Con excepción de Viviano Torres y su Grupo Anne Swing, Charles King y Louis Towers, que han internacionalizado su producción artística, los demás intérpretes de la «champeta criolla» se han quedado en el estrecho círculo de su entorno local sin proyección nacional e internacional y sin preocuparse por mejorar su talento, perfeccionar la voz y estilo musical. 
Otro tanto ha ocurrido a los compositores, que no se han interesado por estudiar e investigar su entorno, limitándose a componer canciones superficiales monorrítmicas, de contenido trivial, que, aunque gustan mucho en el medio popular, son alienantes y enajenadoras, generando serias dudas sobre su expresividad artística y estética. 
Yepes Blanquicett, Escritor
A esta situación, hay que agregarle la manipulación por parte de algunos medios que han pretendido «sacarle el jugo» a la champeta criolla a través de series amañadas y la promoción de grupos descontextualizados que han alterado el sentido y alcance de este nuevo ritmo nacido en las entrañas populares de «La ciudad de los Zapatos Viejos», como la mal denominada champeta «urbana» de la serie «Bazurto» o la autodenominada «champeta mix» de Kevin Flórez y Mr. Black, a las que han querido hacer aparecer como un hito musical sin serlo. 
A pesar de todo, la champeta criolla tiene un enorme potencial artístico, estético y económico que no ha sabido ser explotado ni valorado por sus artistas y productores, lo cual podría significar el despegue de uno de los mejores ritmos que ha dado nuestra región en los últimos treinta años si los interesados se empeñan en que así sea. 
«Todo lo bello es bueno, pero no todo lo bueno es bello; la belleza y no la moral, es la norma eterna del arte». José María Vargas Vila.

   Cartagena de Indias, D. T. y C., abril de 2015.

           REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
  1. CONTRERAS HERNÁNDEZ, Nicolás Ramón, “Champeta/Terapia: más que música y moda, folclor urbano del Caribe colombiano”, en Huellas, Revista de la Universidad del Norte, Barranquilla, 2008.
  1. DICCIONARIO ENCICLOPEDICO LAROUSSE, Printer Colombiana, Bogotá, 2009.
  1. ESPAÑA VERA, Rogelio, “Miriam Makeba, la unidad africana y la liberación de los pueblos”, y “El Congo de Mbilia Bel”, Edición particular, Cartagena, 2009.
  1. MUÑOZ VÉLEZ, Enrique Luis, “La música popular: Bailes y estigmas sociales. La champeta, la verdad del cuerpo”, en Huellas, Revista de la Universidad del Norte, Barranquilla 2008.
  1. VARGAS ROJAS, Pedro Ignacio, “Diccionario de máximas. Frases y citas del mundo entero”, Círculo de Lectores, Editorial Printer Colombiana Ltda., Bogotá, 1992. 

lunes, 11 de mayo de 2015

Jorge García Usta:
Un Alma de permanente recordación


Por Juan V Gutiérrez Magallanes

Era un  hombre con una mente de tea encendida, con la lumbre tasada por un código genético reconocido por su inconsciente, lo cual lo llevaba a no aplazar actividades, siempre estaba gestando una acción en bien de la cultura. Me atrevo a decir de la presunción de su intimidad: tenía que hacer de los hechos la simultaneidad de la ocasión, en medio de esta Cartagena abúlica, momentánea y olvidadiza, era el maestro  encargado de subsanar las necesidades que adolecían a la ciudad. 
Él ignoraba que con su tesón de trabajo, estaba dejando una escuela de seres destinados a seguirlo. Con su desprendimiento, casi absoluto por el brillo de lo que se consumía y no culturizaba al hombre, siempre estaba dispuesto a trazar los primeros reconocimientos al hombre que siendo hacedor de cultura, la sociedad lo invisibilizaba. Jorge lo invitaba  y lo conducía  con su hacer de pedagogo  por origen y formación, al claustro de los hombres que se regocijaban en la alegría de la cultura. 
Jorge era muy bueno en la expresión del arte, tenía la facilidad de utilizar la simpleza, la sencillez y la humildad para engrandecer con las palabras y acciones los hechos del hombre de buen sendero, siempre estuvo presente en el estrado de la justicia  de los humildes en el elenco del teatro humano.  
Sus palabras caían con igual «magnitud», ya fuera para la fritanguera  de la plaza ornamentando sus fritos en bien de una cultura gastronómica o para el enclaustrado académico de  cantos perdidos. Allí estaba él  observando el tejido imbricado de los actos del hombre en el teatro de la vida. Dispuesto a tasar con las mejores  frases de esa prosa de diafanidad de linfa  y fuerza de sangre, con que sabía teñir las expresiones de afecto, para no dejar espacio a la duda en los hechos que contribuían a la cultura  del hombre Caribe. Sabía abrir caminos.  
García Usta, Poeta
La primera vez que lo vi fue sentado en una de las sillas de una de las aulas del Liceo de Bolívar de la Avenida Pedro de Heredia, allá por 1976, en la clase deshumanizada de Biología que se dictaba ajena a lo que se gestaba en su mente de adolescente, de grandes compromisos por los desfavorecidos de los elementos primarios de la vida; desde aquel momento, muy a pesar de haber sido expulsado con algunos compañeros y profesores que respondían con altivez  ante las  injusticias  de un Sistema.  
Continué mirando la trayectoria de Jorge, supe que era un descendiente de la familia Schortborgh, ilustres pedagogos bolivarenses que brindaron su hacer en el bien de la educación de niños y jóvenes. Seguí su proyección de «graficante de la palabra para el arte y por el arte». Jorge se embelesaba  con las crónicas del hombre del cieno profundo, con los cantares alegres de Estefanía Caicedo, tal vez en ella recordaba a la Celia de su amigo Héctor Rojas Herazo.  
Jorge García Usta, su vida, un libro de pocas páginas, donde escribió lo incontenible en el texto de la Eternidad: Un hombre para el Festival de Música del Caribe. Un hombre para el Festival de Cine. Un hombre para la poesía: Noticias desde otra Orilla. Un hombre junto a Salcedo, para: Diez Juglares en su patio. Un hombre para la prosa en tantos y tantos documentos. Un hombre para El Observatorio del Caribe, y un hombre para enrumbar la cultura  del Caribe por senderos de autenticidad, como se mostró en su afán y tesón por las manifestaciones de los Cabildos de Negros y otros festivales de Cartagena de Indias.  
Una paradoja triste nos brindó la vida, pero también podríamos pensar que la casualidad y el azar supieron detener las voces de  los pregoneros de prensa, para señalar la parálisis del escribidor. La Muerte lo encontró el día en que se callan los periódicos del Caribe colombiano: un 25 de diciembre. Los cantadores de números de azares,  los expectantes de tragedias, los buscadores de mejores augurios en el horóscopo, los cazadores de gazapos, los seleccionadores de los artículos de los magazines, donde escribía Jorge, quedamos esperando, aguardando una próxima edición. La prensa escrita se había detenido en la ingravidez de la lección escrita… 
Gutiérrez Magallanes, Escritor
Personalmente, después de haber sido su profesor por breve tiempo, fui su discípulo en un taller que realizaba los sábados a las tres dela tarde, siempre sus orientaciones eran en el mejor de los tonos, buscando engrandecer el trabajo  que allí se realizaba. Pude comprobar su desprendimiento por el apantallamiento  y la vanidosa aparición, a cada quien daba lo que merecía. Jorge es un alma de permanente recordación, quien tuvo mucho que ver en la formación cultural del hombre del Caribe.
 NIETO         

UN CUENTO DE ROBERTO MONTES MATHIEU*

Juan José Nieto, Presidente Confederación  Granadina
El muchacho de escasos veinte años, prognato, pelo duro, vestido con bluyín gastado de lo viejo, camisa de flores y tenis rotos, en uno se asomaba un dedo, entró al Palacio de la Inquisición y preguntó al vigilante por la oficina de la Academia de Historia. Subió al segundo piso y se anunció.
Detrás del escritorio el hombre de setenta años, blanco, orgulloso de su ascendencia francesa, guayabera azul marino, corbatín y pantalón gris, zapatos capricho, dejó el libro que leía y miró por encima de las gafas al recién llegado. Éste, sin hablar, sacó de la mochila wayú que colgaba de su hombro un folleto café oscuro, evidentemente viejo, comido por uno de los bordes por el comején, olor a guardado y se lo alargó. 
Se caló las gafas y recorrió sus páginas, escasas veinte páginas, sin pie de imprenta. Una edición doméstica, pensó. Pero el texto estaba completo: una obra de teatro escrita por Juan José Nieto. Volvió a mirarla por el principio, leyó en voz alta algunos parlamentos. Sin dar muestras de interés dijo que era un texto sin importancia y despectivamente lo dejó caer sobre el escritorio. 
—¿Sin importancia?—dijo el muchacho, que permanecía de pie frente el historiador. 
—Sí, ese nieto no era nadie. No es importante. 
—¿Usted cree? 
—Sí, lo creo. Mis conocimientos así lo señalan. 
Tomó nuevamente el folleto en sus manos y con un gesto en los labios hizo un comentario sobre algunas frases que leyó. Miró al muchacho y dijo: 
—$2000 es suficiente, al fin, es un folleto del siglo XIX, eso es lo único por lo que vale. 
—¿$2000?—El muchacho rió. También tenía gafas y se las cuadró—$2000. 
—Sí, ¿te parece gracioso? 
—¿No es importante Nieto? 
—Sí, así te lo dije. 
Sin que se lo pidiera se sentó en una de las sillas frente al escritorio. 
—Permítame que me siente porque puedo caerme y hacerme daño. 
—$3000 entonces y finiquitemos esto. Estoy siendo muy generoso. 
El muchacho lo miró, detallándolo. El historiador bajó los ojos y siguió escudriñando el folleto. 
—Mire, doctor. Yo sé quién fue Nieto. 
—¿Qué sabes?—dijo el historiador, sin sorpresa. 
—La casa que está aquí a la vuelta, al lado de la biblioteca, era de él. 
—¿Y qué? Eso no lo hace importante como para que tú quieras más plata por este folleto. Todos han tenido casas aquí, por eso construyeron la ciudad. 
El muchacho se rió nuevamente. Era una risa sin ganas, pura ironía para contrarrestar los embates del historiador. 
—Nieto no sólo tuvo esa casa. 
—Sí—reconoció el historiador—pudo tener otras. El Perro tiene varias casas de negocio de chance y locales y eso no le concede mayor importancia. ¿Tú pagarías por un libro escrito por él? 
Roberto Montes Mathieu, escritor
Otra vez rió el muchacho. El historiador hablaba sin que se le arrugara el rostro y mirando ocasionalmente al muchacho, parecía interesado en buscar algo en el libro que no soltaba. 
El muchacho se puso de pie, adoptó una pose solemne y dijo: 
—Vea doctor, Juan José Nieto escribió una geografía del distrito de Cartagena. La primera en su género. 
El historiador lo miró ahora con atención y dejó el folleto. 
—…y dos novelas y un relato que apareció por entregas en La Democracia, periódico que dirigía Rafael Núñez, sobre el año que estuvo preso en la prisión del castillo de Chagres, en Panamá. 
—¿Cuánto quieres por el folleto? 
          *Tomado de Magazín del Caribe. Bogotá, febrero de 2015 

sábado, 2 de mayo de 2015

Lecturas Obligadas

EL GATO NEGRO
Edgar Allan Poe 
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. 
Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. 
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. 
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre. 
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. 
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. 
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle. 
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.   Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. 
Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. 
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. 
Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad. 
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. 
Edgar Allan Poe
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. 
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. 
¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? 
¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? 
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me   incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. 
Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el   corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. 
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. 
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. 
Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. 
El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. 
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. 
Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. 
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. 
Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. 
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar. 
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. 
Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. 
Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. 
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. 
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. 
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. 
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. 
Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste. 
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros. 
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. 
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. 
En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal. 
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. 
Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. 
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! 
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! 
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! 
De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón. 
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. 
La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. 
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. 
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies. 
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. 
Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. 
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. 
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. 
Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano". 
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. 
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. 
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. 
Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada. 
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. 
Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. 
Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías   estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. 
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez. 
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. 
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. 
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación. 
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. 
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. 
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

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