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RINCÓN POLIGLOTA

Leer En Los Cavernicolas

domingo, 15 de marzo de 2015

Las Crónicas de Joce G Daniels G*

«Si José Benito Barros Palomino hubiese…»

Sábado 29 de junio de 1996

El maestro José Barros Palomino, Compositor
«Si José Benito Barros Palomino hubiese nacido en alguna de las añosas y legendarias ciudades del viejo continente o en un castillo medieval de esos que se encuentran habitados por vampiros y duendes y no en la anfibia ciudad de El Banco, que cuando columbra el día es común encontrar en la arena caliente y en medio del rumor de cumbia una pila de borrachos que adormilados charlan amigablemente con una familia de tortugas celosas o con algún caimán taciturno de esos que de tiempo en tiempo se escapan furtivamente de las aguas de la ciénaga de Chimichagua, seguramente su nombre no sólo estaría entre los miembros de la sociedad de autores y compositores de Colombia», sino que «también estaría encabezando la larga e interminable lista de los más notables compositores europeos y su persona estaría gozando y transmitiendo en universidades y academias sus dones y las virtudes que le prodigó el Creador al dotarlo de una facundiosa e inagotable veta poética que brota cada vez que asoman por sus ventanas las musas quiméricas del estro de su entendimiento…», me dijo Armando Villegas, un ibérico nacido en El Peñón, que ha recorrido durante más de treinta años al derecho y al revés buscando la flor de sus sueños, desde el día en que en la balsa donde viajaba escuchó la canción: «La rosa mompoxina». 
Pero no. José Barros Palomino, el maestro, el hijo de Eustacia Palomino y José Benito Barros Traviseido, no nació ni en Europa y tampoco en el aristocrático y prepotente sector de la Candelaria, en Bogotá. 
El más ecuménico compositor colombiano para honra, gloria y pres nació el 15 de marzo de 1915 en el viejo puerto, en El Banco, una ciudad sin cédulas y sin pergaminos que apenas fue refundada por José Fernando de Mier y Guerra el 2 de febrero del año 1774, entre el Caripuaña (Magdalena), «río del país amigo», y el Opompotao (Cesar), «señor de todos los ríos», buscando de esa manera cerrarle el paso al fuerte contrabando que salía de Mompox a Puerto López, en el mismo peladero en que se le apareció la Virgen de las Candelas a Domingo Ortiz, y donde se asentó durante milenios la heroica y valiente nación de los Pocabuyes que asombraron a los españoles, no por su bravura, sino por las notas melodiosas que fluían de las cornamusas y flautas, que con el correr de los años harían de aquella bella población la ciudad imperio de la cumbia. 
Nadie se explica que un hombre con tanta gloria sobre sus espaldas y que le ha prodigado al país más grandeza y satisfacciones que todos los políticos congregados en el sanedrín de la corrupción, que ha compuesto más de ochocientas canciones, grabadas unas por orquestas famosas y otras por humildes agrupaciones, cuya pluma pergeño y pergeña con la facilidad  de los monstruos de la poesía las más agradables melodías y los más hermosos versos, que se ha paseado por el tango y la ranchera, el porro y el corrido, el vals y la tambora, el paseo y el merengue, la guaracha y el pasillo, y naturalmente la cumbia y la balada, se encuentre hoy tan sólo protegido por unas cuantas medallas y otros tantos pergaminos de esos que tienen nuestros ilustres burócratas por pilas en los cajones de sus escritorios, y que de seguro con el tiempo, la polilla y el comején serán implacables con ellos. 
Pero José Benito Barros Palomino seguirá siendo el mismo hombre humilde de cachucha gris azotada por el viento que en los atardeceres se sienta en su mariapalito a contemplar en lontananza cómo se aleja la piragua de Guillermo Cubillos desde la última escalinata del más feo muelle del mundo que construyó el Mono Olaya en tiempos en que viajaba en su buque de vapor, cazando manatiés y babillas inteligentes. 
José Barros seguirá escuchando los cantos del vaquero y el pum pum de las pilanderas, mientras desde el corcovado soplan tenues rachas de viento que traen el aroma fresco de las piñas silvestres y él con el corazón abierto como el ancho piélago, sentado en su mecedora con la humildad propia de los sabios, contestará los saludos cariñosos que le prodiga la gente, su gente, como el mejor premio y reconocimiento a su obra y a su vida diluida entre líneas del pentagrama, aunque se merezca un monumento y un premio por cada uno de los versos de sus canciones, así no haya nacido en el aristocrático sector de la Candelaria en Bogotá o en algún castillo medieval de duendes y vampiros de alguna de las añosas y legendarias ciudades del viejo continente.
           San Sebastián de Calamari
*Presidente fundador de la Asociación de Escritores de la Costa. Organizador del Parlamento Nacional de Escritores de Colombia. Este texto forma parte del Libro "Mi tiempo en El Tiempo Caribe", recopilación de crónicas de cuando El Marques de la Taruya escribía una columna semanal en el gran diario colombiano.

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