ESA
CALLE DE MIS AMORES
Por Gilberto García Mercado
Una calle polvorienta y estéril. Una calle que pareciera siempre morir.
Una línea recta—que mirándose desde una toma aérea—se confunde con la huella que dejan los pájaros en el cielo.
A lado y lado hay casas de tablas. Todas mohosas por la polvareda inmisericorde. Todas con árboles pelados en el frente.
Cuando llega el bus escolar—con sus racimos de estudiantes—entonces sucede algo sorprendente: Nadie quiere quedarse—así sea para ver a las quinceañeras—en el frente de una casa.
Entonces éstas, apenas el bus penetra en la población, abandonan su disfraz de niñas bien educadas, y se visten con el atuendo que aquí en el pueblo, es muy conocido: el de las «polleritas» cortas, que exportan camufladas en sus bolsos a la ciudad, desde esta Sodoma o Gomorra.
Se bajan todas en la plaza de la población, trayendo consigo, la alegría del progreso, pero también el desgano de tener que cerrar—todos los días—las ventanillas del vehículo.
«Este polvo va a acabar con nosotros», dice la vieja Lorenza, quien pretende ver, más entre el polvo, a las jovencitas bien educadas, pero se niega a creer que Bellavista tenga dos caras. Y una de ellas sea ésta: La de Sodoma o Gomorra.
Déjenme decirles que Bellavista es un pueblo militarizado por el polvo.
Por esa calle de mis amores, se han suscitado centenares de historias. Unas de amor. Otras de odio y venganza. Pero todas tienen el mismo final: El polvo.
Que no me diga nadie que no es verdad lo que les digo. Si hasta hace poco resucitamos, porque fuimos enterrados por el polvo.
A las tres de la madrugada tuvimos la sensación—después del estropicio de la polvareda—que hacía frío.
Era que estábamos delirando por la fiebre. Por ese mal que anegaba el cuerpo. Que se metía por las fosas nasales, por los ojos y la boca. Y amenazaba con asfixiarnos.
No sé qué motivó a las jóvenes del bus escolar, a «exportar», desde aquí, el atuendo de las polleritas cortas.
Tampoco sé por qué ellas tienen doble personalidad.
Allá son juiciosas y atentas, pero cuando regresan se despojan del vestido de colegiala—pegado muy bien al cuerpo—y se colocan el atuendo, el de las polleritas cortas.
Acto seguido se despojan de la blusita—que lleva el nombre del colegio—y quedan con sus pechos al aire, pero nadie las ve.
Es tal la proporción de la brisa y el polvo, que quien proceda a mirarlas, quede ciego, o tal vez se convierta en estatua de sal, como la mujer de Lot.
Yo no me explico por qué esos señores—Matías y Víctor León—sean el hecho sorprendente, apenas ingresa el bus escolar en la población: Son los únicos que se quedan en las puertas de una casa conversando de todo y de nada, ajenos al maldito polvo que cuando está el sol templado derrite mis manos y hace que destruya no una, sino cinco hojas tratando de averiguar por qué a Matías y el señor Víctor no los amedranta nada.
Por las mañanas—cuando se van las colegialas—Matías y el señor Víctor León, desaparecen.
Nadie sabe qué hacen, dónde están, pero por las tardes, en la tregua que entre tanto da la polvareda, cuando por un instante desaparece la borrasca, emergen ellos de no se sabe dónde, liando descomunales tabacos, para fumarse la tarde, el pueblo entero y ser los únicos testigos de la moda de las polleritas cortas, que las estudiantes pretenden imponer en la ciudad.
Si el escritor errante—esa que huele en el viento, el aroma de una historia por contar—pasara por aquí, yo le diría:
«Necesito Señor Escritor, que usted me enseñe a escribir».
Entonces me iría muy lejos, fuera de esta población, en busca del progreso, de las calles pavimentadas y de la lluvia, para que, primero, llueva sobre Bellavista, y después los ingenieros, furibundos—con el cartón que los acredite como principiantes—pavimenten la calle de mis amores.
Y podamos observar el bus escolar, saludando—las quinceañeras desde el interior—a todo el mundo con el gesto de una mano que se mueve de aquí para allá, sin el mínimo vestigio de polvo.
Lo cierto es que Bellavista—sólo tiene una sola calle—vive perdido entre la mayor soledad del mundo.
Decirles que no sé si duermo o me alimento, porque óiganlo ustedes—asombroso—recuerdo que he abierto la ventana y me he encontrado una vez más con el bus escolar que entra en esta calle de mis amores, con Matías y el señor Víctor León fumando sus descomunales tabacos ajenos a la borrasca del polvo, pero…otra vez, asombroso, no me he tropezado con nadie (mi madre o mis hermanos)—si es que los tengo—y tengo que cerrar la puerta por la tempestad, pero no sin antes imaginar a las quinceañeras despojándose del vestido de colegiala y colocarse el atuendo el de las polleritas cortas para hacerme recordar a Sodoma o Gomorra, porque sí señor cuando mis ojos han osado desafiar el polvo borrascoso, he visto por breves segundos, a las muchachas más hermosas del mundo.
Una vez las vi así: Había una con un vestido de india. Con una pluma enorme sostenida por una tira que le surcaba la frente. Con una piel parecida a la que se broncea en la playa.
Y una caribeña tan linda que alcancé a ver en la breve tregua que dio la tempestad, que parecía una Diosa. Era alta. Con una cabellera que le llegaba a la cintura. Y con un cuerpo como estatua. Con unos pechos descubiertos, al aire, y que me incitaban a salir corriendo—y desafiar a la borrasca apocalíptica—no importara que quedara ciego o estatua de sal que no lo era porque permanecía paseándome de un lugar para el otro tratando de comprender por qué nos era prohibido, tan siquiera un instante, salir a «la calle de mis amores».
¡Y esas polleritas cortas, Dios mío! Tan cortitas, tan ceñidas al cuerpo. Tan pecaminosas. Tan incomprensibles y a la vez tan deliciosas a la vista. Que uno no se explica por qué Matías y el señor Víctor León, siguen como si nada. Hablando de todo y de nada. Aunque a veces—cuando la borrasca amaina—y el bus escolar sale del pueblo, y se lleva el último vestigio de polvo y nos rodea la oscuridad, creo ver a la pareja de ancianos abrazarse y besarse como unos homosexuales. Y perderse en las penumbras hasta el retorno de nuevo de las quinceañeras que tienen doble personalidad: allá en la ciudad, juiciosas y bien educadas. Y aquí, donde reina el polvo y hay que mantener las puertas de las casas cerradas, muestran sus senos al aire.
Y se colocan el atuendo de las polleritas cortas que ya han seducido a más de uno, como al conductor del vehículo que lleva la sonrisa de aquel que no le importa entregarse a otra persona de su mismo sexo.
Si el escritor errante regresara por aquí, le pediría que cambiara el relato de esta historia. Y me diera la libertad. Que se fuera la borrasca de polvo de bellavista. Y que se nos permitiera salir de estas casas. Que si yo mismo a través del viento no he aprendido a escribir, y he construido mal esta historia, usted mismo, amigo mío, enséñeme.
Entonces tendría la facultad para cambiar la narración. Quitaría la tempestad de Bellavista. Y pavimentaría esa calle por donde antaño transitaba aquel bus escolar llevándose a las quinceañeras, rumbo a la ciudad.
Por las que hoy—ahora que cumplo cincuenta años—la nostalgia es una enfermedad, porque no pude conocer a mis «noviecitas», de las polleritas cortas, en esa calle de mis amores.
Donde hoy las espero.
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